Cuando estrenaron El ministerio del tiempo, en febrero del 2015, parecía que si eras un aficionado a los viajes en el tiempo, las aventuras y la historia y te gustaba la televisión como medio para contar historias (o si, directamente, eras fan de Doctor Who) había que verla como una especie de militancia. Los espectadores españoles nos vemos obligados en varias ocasiones a consumir determinados productos de limitada calidad por ver si así se hacen más, a mí me suele pasar con las series que parecen tener una factura similar a la de la BBC y las películas de ciencia ficción patrias; esto me ha hecho ver cosas que quedan tan lejos de mí como Víctor Ros o EVA. El ministerio del tiempo, sin embargo, pareció fascinar rápidamente a un determinado sector del público que no suele verse respetado por la televisión nacional, incluyéndome yo mismo. Con sus numerosos defectos (personalmente, la duración de 70 minutos me parece excesiva), la serie nos ha dejado unos personajes interesantes, algunos capítulos brillantes como el de la Generación del 27 o -especialmente- el dedicado al Cid y unas posibilidades casi ilimitadas para el futuro próximo.
Sin embargo, el fandom es el fandom y, como en aquel capítulo de Futurama, a ningún fan le gusta que el statu quo cambie. La última temporada de El ministerio del tiempo se ha encontrado con la despedida y posterior regreso del protagonista original, siendo sustituido por Hugo Silva, tan guapo que es capaz de hacer temblar el OTP más canónico hasta la fecha, además de un parón más o menos inesperado, según a quién preguntes, que interrumpió la emisión en un momento supuestamente interesante (no estoy muy metido en la comunidad pero para mí iba precedido de los peores capítulos hasta la fecha). Todo esto ha provocado múltiples quejas de la comunidad por las redes sociales (la presencia en Internet de los ministéricos era, irónicamente, algo de lo que se sentían muy orgullosos en Televisión Española) y una polémica respuesta pormenorizada del cocreador y showrunner, Javier Olivares.
En Indie Game: The Movie, el documental sobre el desarrollo de videojuegos "alternativos", se dedicaba una gran porción del tiempo a la historia de Jonathan Blow. Blow había desarrollado Braid en 2008, con una gran ovación de crítica y público y convirtiéndose en una especie de profeta del indie. Sin embargo, a Jonathan Blow no le parecía que la gente estuviese pillando el juego, le daba la impresión de que lo valoraban por las razones equivocadas y dedicaba su tiempo libre y su salud a entrar en foros y corregir a sus propios fans sobre el juego que tanto les estaba gustando. Pronto, por como son las cosas, la gente empezó a meterse con Braid esperando a que su desarrollador apareciese y se volviese loco. Jonathan Blow había pasado de ser un genio para ser una broma.
Creo que en esa deshumanización radica la clave aquí. Yo mismo, y no me siento particularmente orgulloso, realicé una crítica (completamente honesta) en twitter sobre el último episodio con cierta esperanza de que Olivares me respondiese y hacer esta entrada algo mucho más interesante. Yo JAMÁS le diría a algún creador a la cara que su obra no me gusta, me parecen terribles los periódicos abucheos en el Festival de Cannes, pero escribí eso a sabiendas de que él estaba buscando twits con esas palabras. Para mí, Javier Olivares había dejado de ser una persona real, con algún posible complejo que le obliga a mirar lo que completos desconocidos dicen de su serie, para ser otra cosa.
Por un lado entiendo perfectamente, y comparto su actitud, a la gente que comenta en las redes lo que hace, lo que ve y lo que opina pero también soy capaz de entender a alguien que ha defendido un producto que, honestamente, no se parece demasiado a ningún otra cosa que se esté haciendo en España y al que no le agradan las críticas de gente que no tiene ni idea (¿cómo podría?, por otro lado) de las dificultades que se han encontrado en el proceso. Supongo que estamos siendo pioneros en esta clase de dilemas sobre educación y contrato social y todavía no podemos hacer un juicio claro.