lunes, 18 de abril de 2016

a propósito de Angry Birds


En el 2009, cuando la fiebre de los smartphones había traído consigo la fiebre de los juegos de móvil (una segunda ola, como mínimo, la gente flipaba mucho con el Snake), Angry Birds fue la superestrella. El juego, si es que alguien en el mundo libre no lo ha jugado, trataba sobre unos cerdos que robaban unos huevos de pájaro. Los pájaros, enfadados, se vengaban de los secuestradores destrozando todo lo que habían construido y asesinándolos (desconozco si al final se hacía referencia a la cantidad de cadáveres que habían dejado por el camino, me aburrí bastante pronto). En su momento recuerdo pensar que el tremendo éxito se debía a alguna clase de catarsis por parte de una sociedad harta de ver cómo se llevaban todo lo que creían que era suyo y que necesitaba una válvula de escape para sus sentimientos revolucionarios, una especie de Club de la lucha para las nuevas generaciones (este pensamiento puede no ser mío propio, puedo haberlo leído en alguna parte, me parece demasiado maduro y complejo para lo tonto que era yo por aquella época pero ya me rayaba bastante en la ESO).

Como he dicho, a mí el juego no me gustó mucho, me parece aburrido y, sobre todo, era realmente malo, pero resonó potentemente entre la gente de mi generación. El muy honorable salón del manga de Murcia estaba lleno de merchandising del tema y he perdido la cuenta de las mochilas que he visto en mis centros educativos, incluida la universidad (!). En wikipedia aparecen citas que lo describen como el juego freemium (al parecer es una palabra) más descargado de la historia y el mayor éxito de una app que hayamos visto. Se han estrenado dos series de animación basadas en el videojuego, Angry Birds Toons y Piggy Tales. Ayer, en el vestíbulo del cine, vi un cartel de la muy inminente adaptación cinematográfica homónima, prevista para mayo del presente año y yo me sigo preguntando: ¿a alguien le importa?

Nuestra cultura excesiva provoca la existencia de éxitos masivos pero de perdurabilidad casi inexistente. La reciente noticia de que James Cameron planea estrenar la segunda parte de Avatar en 2018 y terminar la saga en 2023 (es decir, catorce años después del estreno de la película original) ha llevado a numerosos críticos a comentar su casi invisible poso en la cinematografía a pesar de ser la maldita película más taquillera de la historia. En mi experiencia, Avatar fue una película anunciada de forma absolutamente hiperbólica, hablando de total revolución cinematográfica en una época en la que todavía se hacían comparaciones con Ciudadano Kane de forma no irónica, pero a nadie pasó de gustarle más de lo justo.

Soy incapaz de imaginar la actitud que tendrá un muchacho de catorce años ante Avatar 5: El retorno de la silla de ruedas ni sé si The Angry Birds Movie me gustará a mí o a la chavalada (hay posibilidades, el guionista es Jon Vitti, autor de grandes capítulos de Los SimpsonEl show de Larry Sanders y, ejem, las dos primeras de Alvin y las ardillas) pero me da la impresión de que, en este mundo en el que si mi padre me manda un meme sobre la derrota del Barça dos días después del partido yo ya lo veo viejo, el cine simplemente no se hace lo suficientemente rápido para nosotros.

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