lunes, 25 de enero de 2016

a propósito de la gente que mira el móvil en el cine


Uno de los grandes placeres que experimento como amante del cine es comprobar cómo, conforme avanzan los años, los directores solo mejoran a la hora de contar las historias. Está claro que Spielberg anda muy lejos de sus mejores películas pero es un auténtico espectáculo descubrir que en El puente de los espías está en lo alto de su juego. El otro día fui a ver Los odiosos ocho, en la que Tarantino vuelve a probar esta idea, cada vez está más lejos de querer impresionar o de, bueno, ser guay y cada vez está más cerca de tener, querer y saber contar algo importante. Los odiosos ocho tiene no solo lo más parecido a personajes reales que ha hecho desde Jackie Brown sino que contiene un mensaje político sobre la raza (y puede que hasta el género y la identidad sexual pero esto me parece, como poco, muy tangencial a la película en sí) en los Estados Unidos y las brechas nacionales provocadas por las guerras civiles realmente complejas (hubo un momento que hasta me recordó a Haz lo que debas). Como siempre, toda película que se aleja de lo contemporáneo (hacia el futuro o hacia el pasado), acaba diciendo más sobre el tiempo que vivimos que cualquier relato ambientado en la actualidad, véanse las polémicas sobre la retirada de la bandera confederada de los edificios oficiales, los casos de brutalidad policial contra la juventud negra o la muy reciente monocromía de los nominados al premio Oscar, que han excluído fatalmente a Samuel L. Jackson, por ejemplo.

Lo que no llegué a entender es por qué el de delante miraba constantemente el móvil.

El uso constante del móvil, ya sea para redes sociales o de mensajería instantánea o cualquier otra utilidad, se ha convertido en los últimos tiempos en la actitud que más me ha molestado en los cines. No es que mi comportamiento sea ejemplar, no suelo tener problemas para comentar determinado detalle o hacer determinado(s) chiste(s) a colación de casi cualquier cosa y tengo la terrible afición a apoyar mis pies en el respaldo del asiento de delante, de forma que quedo en una posición de protorrecostamiento bastante cómoda pero, me temo, fatal para mi espalda a largo plazo. Pero me cuesta entender lo de sacar el móvil porque yo, precisamente, gusto de ir al cine y a la filmoteca porque en mi casa me distraigo con cualquier cosa, incluyendo, claro, mi teléfono. Es en el cine donde puedo concentrarme bien en la Película.

El otro día oí en una conversación entre camareras: "la película está muy bien pero no tiene nada para ir al cine, vamos, que no tiene nada así especial como para ir al cine" (lamentablemente no pude enterarme de la película de la que hablaban). Cuando se habla de la sala de cine como lugar, como institución casi, se suele aludir a la idea de Experiencia Compartida con una Comunidad pero yo no busco eso, para nada, en lugar de la comunión a mí me interesa la absorción por parte de la pantalla, el estado posthipnótico, la unión mística, etcétera. Quizás, para sobrevivir, las salas de cine deban convertirse en experiencias compartidas con una comunidad, quizás deban añadir luces brillantes o rayos láseres y animar a la gente a hablar, a sacarse el móvil y hacerse fotos, como proponía Andy Warhol ver sus películas de nueve horas o como se hace en las sesiones de The Rocky Horror Picture Show o similares. Quizás ver la película solo en tu casa se convierta en la forma elegante y culta de ver cine y asistir a la sala sea el momento dionisíaco que precisaba de alguna manera la camarera, de forma análoga a la dicotomía disco/concierto. Vamos, yo qué sé.

jueves, 21 de enero de 2016

a propósito del Mountain Dew


El Mountain Dew ha sido lo mejor que me ha pasado este 2016. Es una bebida carbonatada propiedad de PepsiCo a la que yo defino como el matrimonio celestial entre la Fanta de limón (mi bebida carbonatada favorita hasta El Descubrimiento) y el Sprite (o el 7Up, no lo tengo demasiado claro porque siempre los confundo, el que sea de los dos que resulte ser mi preferido). Todavía no es muy popular en España, desde luego no en Murcia, donde todavía encuentro establecimientos de alimentación generalmente regentados por inmigrantes asiáticos en los que no está disponible. Yo compro casi una botella de quinientos centilitros cada dos o tres días de media y siempre que puedo ofrezco a mis amigos, compañeros o colegas con la intención de convertirlos, que se convierta en bebida de moda y que la muy grande y muy honorable PepsiCo nos traiga alguna de las quince variedades que, aparte del Mountain Dew tradicional cuya receta sigue inmaculada desde 1958, se venden actualmente en algún punto de este mundo según una consulta rápida en wikipedia (que también me informa de que tiene cafeína, lo que desde luego explica el ímpetu con el que estoy escribiendo esta entrada en este momento porque en estas dos últimas horas me he tomado un litro entero, pensando inocentemente que era simple gaseosa ultrazucarada con extracto de jugo de limón o cítrico similar, aunque para ser honestos mi ímpetu se debe al menos en una parte importante a mi amor puro por esta bebida porque no recuerdo haberme visto afectado por la coca cola nunca y apenas por bebidas de carga superior como Red Bull o Monster [o Rockstar, a la que también fui muy aficionado un tiempo pero que creo que ha desaparecido del mercado o al menos de los locales regentados por inmigrantes asiáticos que suelo frecuentar]). He recibido bastantes respuestas distintas pero el resultado general es positivo así que la sigo recomendando; de hecho creo que soy mucho mejor representante público de la marca que cualquiera que sea la empresa que ha diseñado el póster promocional que se ve en determinados establecimientos, un póster en el que se ve a la botella de medio litro montando en un monopatín, algo tan abusrdo, tan cutre, tan Poochie, que tiene que ser una maniobra postirónica ("hago algo cutre pero sé que es cutre y sé que tú sabes que es cutre y que yo sé que lo sabes, así que ríamonos los dos y bebamos Mountain Dew porque la vida no tiene sentido y el mercado laboral es desastroso") que es definitivamente demasiado vanguardista y moderno para llegar a un público generalista (a mí, que digamos, "lo pillo", me parece un poco de mal gusto, ese rollo no me va demasiado).

Pero reconozco que si llegué a Mountain Dew no fue por mi ansia obsesiva de probar cada refresco que existe en esta bendita Tierra, de alguna manera ya sabía que me tenía que gustar porque había sido objeto de obsesión de un objeto de obsesión particular, el cantante Daniel Johnston. Johnston es un cantautor de California que en 1981 empezó a grabar música por su cuenta en cintas (muchas veces regrabando cintas de contenido religioso por ser más baratas que las vírgenes) y a entregarlas a cada persona que se encontraba por Austin, Texas; su bipolaridad y esquizofrenia hacen que muchas veces se hable de él como otro artista maldito por la enfermedad mental, inevitablemente ligada a la genialidad etcétera etcétera, pero lo cierto es que no hace falta romantizarlo en absoluto, Daniel Johnston ha compuesto canciones bellísimas y honestas y ha inspirado a una gran parte del movimiento de música alternativa, empezando por sus ocasionales compañeros Sonic Youth o Nirvana. En uno de sus internamientos en un asilo mental, Johnston grabó una canción sobre el Mountain Dew y comenzó una campaña unipersonal por la introducción de esa canción en la publicidad de la bebida (esta canción apareció por primera vez en el documental The Devil and Daniel Johnston, que es estupendo y que se puede encontrar subtitulada en Youtube si creéis en vosotros mismos).



La canción es, como casi todas las de Daniel Johnston, divertida e infantil pero también melancólica y un poco como si hubiese salido de una película de terror, el factor acapella es particularmente inquietante, aunque comprensible debido a la carencia general de instrumentos en los psiquiátricos. Sus versos "We drink Mountain Dew/ we drink Mountain Dew / there is nothing better to do / than drink Mountain Dew" recuerdan poderosamente a lo que cantaban los Ramones en Now I Wanna Sniff Some Glue: "All the kids wanna sniff some glue / all the kids want to have something to do". La relación beber refrescos/esnifar pegamento no me parece una locura: las dos me parecen maneras de obtener placer que no puedo ver en gente mayor que yo sin considerarlos un fracaso en mayor o menor medida. Cuando tenga cincuenta años espero beber whiskey bicentenario y esnifar cocaína traída directamente desde lo más profundo de la jungla colombiana pero de momento dejadme con mi Mountain Dew y mi pegamento porque tengo dieciocho años y realmente no tengo otra cosa mejor que hacer.

miércoles, 20 de enero de 2016

a propósito de la propaganda


Por coincidencias del destino, macabros programadores o sincronías jungianas, Televisión Española emitió en dos días consecutivos el paradigmático film propagandístico español Raza, escrito por Francisco Franco, y Malditos Bastardos, quizás el mejor ensayo sobre la potencia bélica de una película. Quisiera ser el abogado del diablo y defenderla como si fuese Sid Vicious llevando una camiseta con la esvástica estampada pero no puedo engañar a nadie, Raza es una película terrible, desastrosa en guión y realización, llena de los elementos más abstractos y desagradables de la ideología franquista y, vista en 2016  (claro está), resulta absolutamente ineficaz como artefacto propagandístico -por amor de Dios, el discurso final no lo realiza El Chico sino un republicano converso (!!!). La película fue programada dentro del espléndido programa Historia de Nuestro Cine con toda la razón del mundo (a pesar de ciertos comentarios despectivos por parte de la izquierda más desnortada) ya que forma parte de nuestra historia pero es, definitivamente, una mala película. Por otro lado, Malditos Bastardos, y aquí también sigo la línea de pensamiento general, es una grandísima película que en última instancia nos habla del papel de la cinematografía como elemento armamentístico (superando cualquier clase de sutileza en el planteamiento, es el cine lo que literalmente asesina a la cúpula nazi) y, también, como elemento capaz de alterar la realidad y, por lo tanto, la historia.

La unión de estas dos películas en un espacio temporal tan mínimo me hizo querer dedicar una entrada al cine de propaganda y, en mi afán de traeros reflexiones bien fundadas, decidí enfrentarme al gran clásico del cine nazi, la obra maestra de la pionera del documental Leni Riefensahl El triunfo de la voluntad cuando, por extraña inspiración, me di cuenta del paralelismo que se establece con otra de las grandes películas para masas: La guerra de las galaxias.

 El título de la película,
 un texto que nos coloca en situación
y, finalmente, el plano aéreo de un avión.

Esto es, definitivamente, una coincidencia, nadie jamás en el mundo libre se atrevería a homenajear a esta película en particular pero es curioso, sobre todo teniendo en cuenta que George Lucas fue expulsado del Sindicato de Directores de América (DGA) por querer empezar así, en lugar de con los créditos iniciales, el estándar por aquel momento. La simbología nazi ha sido utilizada potentemente en la última entrega de la saga (El despertar de la Fuerza) pero todo parece indicar que Lucas relacionaba el Imperio Galáctico más con Nixon, los Estados Unidos y su intervención en Vietnam que con la Segunda Guerra Mundial (aunque, curiosamente, el primer montaje que se enseñó a los ejecutivos de 20th Century Fox, antes de que los efectos especiales estuviesen listos, sustituían las escenas de combate entre naves por imágenes aéreas de la Segunda Guerra Mundial).

Sin embargo sigue siendo interesante fijarse en los puntos que unen ambas películas. El triunfo de El triunfo de la voluntad es, ejem, su voluntad nacionalsocialista: el único motor de esta entretenidísima película en la que realmente no pasa nada es la pura convicción ideológica del equipo de realizadores; al contrario que con Raza, que nos hace preguntarnos cómo ese hombre pudo convencer por tanto tiempo a un país, El triunfo de la voluntad nos obliga a pensar si era posible no ser nazi en Alemania en 1934, si existía alguna ideología alternativa que realmente pudiese resultar válida. De forma análoga, y según el libro de Peter Biskind Moteros tranquilos, toros salvajes, George Lucas tuvo que ser realmente persistente en que los actores de su película evitaran cualquier clase de ironía a la hora de recitar esos diálogos que consideraban tan ingenuos, fantasiosos y, desde luego, alejadísimos de cualquier película que se estuviese haciendo en Estados Unidos en esos años (como muestra, los nominados al Oscar a Mejor Película del año anterior al estreno de Star Wars fueron Todos los hombres del presidente, Rocky, Taxi Driver, Network y Esta tierra es mi tierra); tuvo que insistir para que hablasen de cosas como "la Fuerza" como el resto de actores hablaban de problemas políticosociales y conflictos psicológicos. Esto le costó horrores (de hecho dejó la dirección de cine hasta el 99) pero podemos decir que fue bastante exitoso y, así, a través de la convencimiento absoluto en lo que estaba haciendo, cautivó a todo Occidente al igual que Leni Riefenstahl había logrado cautivar a toda Alemania para la Causa Nacionalsocialista. No deja de ser gracioso que mientras los punks se pintaban esvásticas en sus chaquetas, Star Wars se convertía en una de las piezas culturales más importantes de nuestra historia reciente.

lunes, 18 de enero de 2016

a propósito de la peña muriéndose


Desde que empezó este 2016 hemos asistido a la muerte de al menos tres personalidades (Lemmy Kilmister, líder de Motörhead y miembro de Hawkwind; Alan Rickman, actor conocido sobre todo por La jungla de cristal y las adaptaciones de Harry Potter y David Bowie, famoso) que han conmocionado muchos corazones y han dejado una huella profunda en las redes sociales en las que habitamos. Los mensajes de desolación ante la desaparición de estas figuras celebérrimas se acercan a lo incontable, despertando -como suele suceder- el efecto rebote de que si no tiene sentido llorar las muertes de desconocidos, si nadie se acordaba de X hasta su defunción, etcétera. Tres personas que han marcado millones de vidas desaparecidas en cuestión de días. Porque la gente se muere, y mucho.

La idea de que se está muriendo mucha gente no es una locura, siempre se han muerto famosos y todavía nos quedan personajes entrañables que perder (personalmente, mucho me temo que Bob Dylan no nos va a dar muchos discos más) pero el mundo en el que se ha muerto Bowie es completamente distinto al mundo en el que se fue Elvis.

Por un lado Alan Rickman, cuyo luto proviene -esencialmente- de la nostalgia. Los que vimos las primeras películas de Harry Potter en los cines sentimos un absurdo sentimiento de superioridad sobre los que no lo hicieron, producto de una Internet que hemos creado y en la que hemos habitado que nos dice que ver El laboratorio de Dexter y haber nacido en un año después de Cristo que empezase con 199 significa ser especial. La muerte de Rickman (como lo fue la de Richard Griffith, Vernon Dursley en la pantalla, hace unos años) se lleva algo de una infancia que hemos sobrevalorado de forma extraordinaria, nos recuerda que el tiempo pasa y los últimos niños de los 90 ya van a tener responsabilidades legales el año que viene.

Lemmy Kilmister vivió como vivió y eso le hizo mucho más famoso que cualquier canción que llegase a escribir. Casi el padre del punk, el heavy y el thrash, tuvo la oportunidad de tocar con todos sus ahijados y dejarles en ridículo. De alguna manera representaba una idea de rockero que se pasa la vida follando y drogándose, una versión paralela de aquello de dejar un bonito cadáver en la que el triunfo al final de la vida son las cicatrices y los trasplantes de órganos, que a día de hoy resulta pintoresca pero que fue la que marcó el rock probablemente hasta la aparición de Nirvana y el cambio (o la destrucción) del paradigma.

David Bowie (seguramente el más famoso de estos tres y desde luego el que más me ha dolido) puede interpretarse de tantas maneras que es seguramente el primer hombre cubista. Como músico, quizás fue el primero en atreverse a proponer que el pop podía ser, ejem, intelectual y arriesgado; como actor marcó el camino a todos los excéntricos que le seguirían, desde Crispin Glover hasta Johnny Depp y como personaje público llevó a todos los hogares ideas de género e identidad sexual casi inéditas hasta el momento. Pero lo que queda de la muerte de Bowie es la muerte de un tipo de fama en particular, una de las últimas grandes superestrellas de la música, aclamado por crítica y público. A día de hoy hay cien mil personas haciendo mejores canciones que David Bowie (o que Lemmy, ya que estamos) pero nadie será tan famoso como él, ni siquiera su reencarnación podría. Lo más cercano que hemos tenido últimamente es Kanye West y lleva ya doce años haciendo música. El panorama cultural no permite la aparición de un personaje de tanta importancia y ha optado por la democratización de la producción porque no puede jugarse todo el capital a una sola personalidad, que es esencialmente lo opuesto a una máquina o a una corporación.

Aprovechemos los medios que tenemos para llorar a los famosos del hoy, porque quizás en veinte años muera tu grupo favorito y ni siquiera te enteres. Lloremos juntos.

jueves, 7 de enero de 2016

a propósito de JFK


Existe una Verdad más allá de lo que nosotros conocemos. Esta Verdad es accesible a nosotros, pero está escondida entre millones de expedientes, actas, boletines y sumarios. Esta suerte de neo-neoplatonismo postmoderno tiene a su mesías perticular en la figura de Jim Garrison, fiscal de Nueva Orleans cuya cruzada contra la Versión Oficial, la Comisión Warren y, eventualmente, toda Persona Importante en los Estados Unidos por el asesinato de John Fitzgerald Kennedy queda retratada en On the trail of the assassins (que en mi edición en castellano ha sido traducido por JFK) y en la célebre película JFK, de Oliver Stone. Garrison leyó todos los expedientes disponibles sobre el caso minuciosamente y detectó numerosos fallos a lo largo del arresto de Lee Oswald, el caso omiso a testigos que se apartaban mínimamente de la teoría del lobo solitario que dispara desde el almacén de libros de texto (y la posterior muerte en circunstancias sospechosas de muchísimos de estos testigos). La investigación le llevó a concluir que el asesinato había sido coordinado por Clay Shaw, jefe de la cámara de comercio de Nueva Orleans y presunto agente de la CIA (actualmente sabemos que, efectivamente, lo era), que Oswald era un agente secreto que había sido utilizado como cabeza de turco y que esta operación había sido llevada a cabo por todas las agencias de inteligencia de Estados Unidos, dominadas por interesas militaristas, para perpetuar la continuidad de la Guerra Fría. Garrison llevó a juicio a Clay Shaw, fue ridiculizado nacionalmente como un pirado y acusado de usar métodos ilegítimos para lograr declaraciones (en youtube hay varias entrevistas televisivas de la época muy interesantes); también movilizó una gran campaña de objetores de la Versión Oficial, entre los que se incluía el filósofo, matemático y activista Bertrand Russell, con el apoyo de los cuales el proceso pudo sostenerse. El jurado consideró que Clay Shaw era inocente y que las teorías de Garrison eran demenciales. Jim Garrison es, personalmente, un héroe, y por eso releo pasajes de su libro y vuelvo una y otra vez a la película, por ser un idealista que a pesar de recibir golpes de todos los lados y descubrir la cara más sucia de la política norteamericana no se dejó vencer por el cinismo y siguió creyendo en esa Verdad que, por un momento, el había estado a punto de tocar.

Pero hoy, siete de enero de dos mil dieciséis, es bastante irrelevante el quién o el por qué del comentadísimo magnicidio; Jim Garrison sigue siendo importante porque fue el primer hombre que captó la idea y el sentimiento general de descontento con el poder que habitaba en el inconsciente colectivo que culminó en el Watergate y, lejos de corrientes subterráneas (véase la Iglesia del Discordiandismo, cuyo texto fundacional fue fotocopiado para ser distribuido en la misma fiscalía de Nueva Orleans y muy relacionada con The Illuminatus Trilogy, una novela satírica en la que por primera vez se propone que el mundo está regido por una sociedad secreta llamada Los Illuminati), llevó el pensamiento alternativo a los hogares de todo Estados Unidos. Llevó la conspiración al mainstream, algo que todavía no ha cambiado. Sin el juicio a Clay Shaw no existe el Watergate, los thrillers de los 70, El arco iris de la gravedad, el movimiento truther sobre el 11S o el escándalo del NSA.

Precisamente Thomas Pynchon habla en su última novela, Al límite, de que más allá de la versión oficial, es mejor mirar "en los márgenes, en los grafitis, en las expresiones involuntarias, a la gente que tiene pesadillas y grita en sueños cuando duerme en espacios públicos". Mucho más interesante para entender el presente son los vídeos de JL de mundodesconocido.es que ver Informe Semanal. La moda de teorías reptilianas e illuminatis no hace más que evidenciar el problema actual de clases bajas que ven como, a pesar de un supuesto estado de derecho con las garantías que ofrece la democracia, son incapaces de mejorar su situación; de alguna manera como cultura sabemos que, sean extraterrestres o élites multimillonarias (algo, lamentablemente, mucho más probable), los representantes que elegimos no son los que gobiernan realmente. La extensión de las ideas sobre alienígenas ancestrales no es más que una búsqueda de alguna clase de sentido teológico en un mundo en el que el empirismo ha obtenido una expansión casi total. Nos entendemos a nosotros mismos a través de las conspiraciones que creamos, encontramos sentido a la entropía endémica del universo mediante relatos más o menos complejos que expliquen de alguna forma la cadena de causalidad. Jim Garrison pudo tener más o menos razón pero sacó a su país del trauma de la muerte de JFK y conjuró así nuestra moderna mitología, la última manera en la que nos hemos acercado a lo inabarcable del universo,

(pero lo de la bala mágica sí que no se lo cree nadie)

domingo, 3 de enero de 2016

a propósito del solitario


Desde noviembre del 2014 he jugado 3431 partidas al solitario klondike de Windows 8 y he ganado 605 de ellas (la foto es un poco antigua), lo que según unos cálculos muy rudimentarios me da unas 8,7 partidas diarias. Las veces que haya jugado antes es un dato que solo podría conocer alguna entidad omnisciente pero recuerdo con mucho cariño la versión incluida en el XP de sobremesa que le compraron a mi hermana por su comunión en el 2002 y que mantuvimos sin conexión a la red durante más de un año por mucho que a mi cerebro de 2016 le cueste entenderlo. También recuerdo jugar de forma regular durante los cursos extraescolares de informática que realicé durante la primaria en los que únicamente aprendí a mecanografiar de una forma que impresiona a desconocidos y les hace pensar que sé mucho más de ordenadores de lo que sé (ni siquiera aprendí a jugar bien al solitario, para eso tuve que esperar hasta primero de bachiller, cuando aprovechaba cualquier distracción del profesor de informática de acento confuso para jugar compulsivamente, actitud que he mantenido hasta el día de hoy).

Ningún videojuego (como muchísimo el Portal y su secuela y desde luego de una manera muy distinta) me ha obsesionado tanto como este ni he pasado tanto tiempo intentando desentrañar los misterios de su funcionamiento. Una simple búsqueda en wikipedia me hace conocedor de Wes Cherry, becario en Microsoft durante la creación del Windows 3.0 en 1990 que programó el juego, no recibió nada de dinero a cambio y aparentemente ahora se dedica a la manufacturación de sidra (!) y de Susan Kare, la diseñadora que creó las icónicas barajas clásicas y que tuvo un gran peso en el primer Macintosh (y que actualmente vende posters de sus diseños por hasta quinientos pavos, por si alguien se siente generoso). Estas dos personas son culpables de mi entretenimiento y podría pasar horas leyendo sobre sus vidas, aunque lamentablemente internet ofrece bastante poca información.

¿Por qué el solitario? Creo que he dado con la respuesta a por qué para mí es tan importante. Mi modo de juego es algorítmico, he estudiado las cartas durante mucho tiempo y actúo de forma mecánica; por supuesto, este algoritmo está lejos de ser perfecto (mi 18% de victorias es triste testimonio de esto) y sufre revisiones periódicas y detenidamente reflexionadas. Por supuesto, no puedo obviar el factor humano: por un lado yerro continuamente e intento mejorar en ese aspecto aunque todo indica que con noventa años seguiré cometiendo errores absolutamente demenciales y, por otro, suelen aparecer dilemas no resueltos por el algoritmo regidor, momentos en los que (aparentemente, probabilísticamente) da igual mover la carta de la derecha o la de la izquierda, momentos en los que es necesario tomar una decisión e intentar no pensar en el camino no tomado sino centrarse en arreglar todo el lío que has formado hasta que no quedan movimientos posibles ni probables y toca empezar de cero otro puzle que probablemente tenga un destino último similar.

Así que sí, como metáfora de la vida me parece que está bastante bien.