lunes, 18 de enero de 2016

a propósito de la peña muriéndose


Desde que empezó este 2016 hemos asistido a la muerte de al menos tres personalidades (Lemmy Kilmister, líder de Motörhead y miembro de Hawkwind; Alan Rickman, actor conocido sobre todo por La jungla de cristal y las adaptaciones de Harry Potter y David Bowie, famoso) que han conmocionado muchos corazones y han dejado una huella profunda en las redes sociales en las que habitamos. Los mensajes de desolación ante la desaparición de estas figuras celebérrimas se acercan a lo incontable, despertando -como suele suceder- el efecto rebote de que si no tiene sentido llorar las muertes de desconocidos, si nadie se acordaba de X hasta su defunción, etcétera. Tres personas que han marcado millones de vidas desaparecidas en cuestión de días. Porque la gente se muere, y mucho.

La idea de que se está muriendo mucha gente no es una locura, siempre se han muerto famosos y todavía nos quedan personajes entrañables que perder (personalmente, mucho me temo que Bob Dylan no nos va a dar muchos discos más) pero el mundo en el que se ha muerto Bowie es completamente distinto al mundo en el que se fue Elvis.

Por un lado Alan Rickman, cuyo luto proviene -esencialmente- de la nostalgia. Los que vimos las primeras películas de Harry Potter en los cines sentimos un absurdo sentimiento de superioridad sobre los que no lo hicieron, producto de una Internet que hemos creado y en la que hemos habitado que nos dice que ver El laboratorio de Dexter y haber nacido en un año después de Cristo que empezase con 199 significa ser especial. La muerte de Rickman (como lo fue la de Richard Griffith, Vernon Dursley en la pantalla, hace unos años) se lleva algo de una infancia que hemos sobrevalorado de forma extraordinaria, nos recuerda que el tiempo pasa y los últimos niños de los 90 ya van a tener responsabilidades legales el año que viene.

Lemmy Kilmister vivió como vivió y eso le hizo mucho más famoso que cualquier canción que llegase a escribir. Casi el padre del punk, el heavy y el thrash, tuvo la oportunidad de tocar con todos sus ahijados y dejarles en ridículo. De alguna manera representaba una idea de rockero que se pasa la vida follando y drogándose, una versión paralela de aquello de dejar un bonito cadáver en la que el triunfo al final de la vida son las cicatrices y los trasplantes de órganos, que a día de hoy resulta pintoresca pero que fue la que marcó el rock probablemente hasta la aparición de Nirvana y el cambio (o la destrucción) del paradigma.

David Bowie (seguramente el más famoso de estos tres y desde luego el que más me ha dolido) puede interpretarse de tantas maneras que es seguramente el primer hombre cubista. Como músico, quizás fue el primero en atreverse a proponer que el pop podía ser, ejem, intelectual y arriesgado; como actor marcó el camino a todos los excéntricos que le seguirían, desde Crispin Glover hasta Johnny Depp y como personaje público llevó a todos los hogares ideas de género e identidad sexual casi inéditas hasta el momento. Pero lo que queda de la muerte de Bowie es la muerte de un tipo de fama en particular, una de las últimas grandes superestrellas de la música, aclamado por crítica y público. A día de hoy hay cien mil personas haciendo mejores canciones que David Bowie (o que Lemmy, ya que estamos) pero nadie será tan famoso como él, ni siquiera su reencarnación podría. Lo más cercano que hemos tenido últimamente es Kanye West y lleva ya doce años haciendo música. El panorama cultural no permite la aparición de un personaje de tanta importancia y ha optado por la democratización de la producción porque no puede jugarse todo el capital a una sola personalidad, que es esencialmente lo opuesto a una máquina o a una corporación.

Aprovechemos los medios que tenemos para llorar a los famosos del hoy, porque quizás en veinte años muera tu grupo favorito y ni siquiera te enteres. Lloremos juntos.

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